El abandono social es una realidad, y su consecuencia es la ausencia del reconocimiento que todos los seres humanos necesitan para desarrollarse satisfactoriamente. El reconocimiento social de todos sus miembros es el pilar del crecimiento de una colectividad.
Restringir el acceso a los bienes culturales, a la información y a la formación de calidad, forma parte de históricos encorsetamientos clasistas que presumíamos olvidados.
El abandono social priva de las capacidades de aprendizaje que facilitan las relaciones interpersonales y condiciona las trayectorias de los individuos. Instituciones como la escuela no pueden justificar la desatención de los que no están en buena posición de salida, bajo el manido discurso de la falta de recursos o de la sobrecarga soportada.
El abandono también conforma la realidad de grupos tradicionalmente invisibles: parados de larga duración, jóvenes en riesgo, personas con discapacidad, ancianos, minorías, etc, sin olvidar a colectivos históricamente discriminados por género o condición sexual.
La invisibilidad social es una situación que afecta a los que, persiguiendo la integración, topan con la apatía y la relegación de una colectividad que no les considera. Si a todo ello, añadimos un cúmulo de exigencias convencionales, inasumibles por la ignorancia fruto de desatenciones enquistadas en un sistema poco generoso e inclinado por naturaleza a justificar realidades excluyentes, no puede sorprendernos la utilización de la fuerza en lugar de la razón, pues las personas privadas de espacio, de palabra, de opciones participativas, pierden la capacidad de tomar decisiones, de resolver conflictos racionalmente. En muchas ocasiones, las causas no son las condiciones personales o formativas sino la coyuntura que dificulta el acercamiento.
Como “la magia” que despliega la protagonista de Bagdad Café, posiblemente ha llegado el momento de aceptar guías en un proceso delicado de concienciación de la necesidad de eliminar la zona árida que separa los extremos, porque el rechazo se percibe y el esfuerzo carece de sentido, la norma desaparece y surge en escena la anomia, la falta de valores, de realidades satisfactorias y de sentimientos positivos.
Subestimar al otro en pro de privilegios individuales, la acumulación de derechos que compartidos, se nos antojan inútiles, provoca la desnudez del prójimo.
Y cuando estalla el conflicto, ante situaciones que demandan urgentes cambios, el grupo que goza de autoridad ejemplarizante percibe la amenaza del cambio demandado, a través de la expresión de una sintomatología llamada inseguridad, violencia, falta de garantías, etc.
El comportamiento sintomático del colectivo discorde contribuye a totalizar sobre él la tensión, focalizando soluciones sobre el síntoma dejando aparte las realidades que provocan el problema.
Es una respuesta accidental, una tentativa de solución, generalmente acciones ejemplarizantes que no hacen sino extender el desierto.No olvidemos que la inteligencia social va asociada a la capacidad para aprender de los errores colectivos. Si el aprendizaje colectivo produce saberes, no podemos permitirnos el lujo del abandono social en pro de la razón individual.
Restringir el acceso a los bienes culturales, a la información y a la formación de calidad, forma parte de históricos encorsetamientos clasistas que presumíamos olvidados.
El abandono social priva de las capacidades de aprendizaje que facilitan las relaciones interpersonales y condiciona las trayectorias de los individuos. Instituciones como la escuela no pueden justificar la desatención de los que no están en buena posición de salida, bajo el manido discurso de la falta de recursos o de la sobrecarga soportada.
El abandono también conforma la realidad de grupos tradicionalmente invisibles: parados de larga duración, jóvenes en riesgo, personas con discapacidad, ancianos, minorías, etc, sin olvidar a colectivos históricamente discriminados por género o condición sexual.
La invisibilidad social es una situación que afecta a los que, persiguiendo la integración, topan con la apatía y la relegación de una colectividad que no les considera. Si a todo ello, añadimos un cúmulo de exigencias convencionales, inasumibles por la ignorancia fruto de desatenciones enquistadas en un sistema poco generoso e inclinado por naturaleza a justificar realidades excluyentes, no puede sorprendernos la utilización de la fuerza en lugar de la razón, pues las personas privadas de espacio, de palabra, de opciones participativas, pierden la capacidad de tomar decisiones, de resolver conflictos racionalmente. En muchas ocasiones, las causas no son las condiciones personales o formativas sino la coyuntura que dificulta el acercamiento.
Como “la magia” que despliega la protagonista de Bagdad Café, posiblemente ha llegado el momento de aceptar guías en un proceso delicado de concienciación de la necesidad de eliminar la zona árida que separa los extremos, porque el rechazo se percibe y el esfuerzo carece de sentido, la norma desaparece y surge en escena la anomia, la falta de valores, de realidades satisfactorias y de sentimientos positivos.
Subestimar al otro en pro de privilegios individuales, la acumulación de derechos que compartidos, se nos antojan inútiles, provoca la desnudez del prójimo.
Y cuando estalla el conflicto, ante situaciones que demandan urgentes cambios, el grupo que goza de autoridad ejemplarizante percibe la amenaza del cambio demandado, a través de la expresión de una sintomatología llamada inseguridad, violencia, falta de garantías, etc.
El comportamiento sintomático del colectivo discorde contribuye a totalizar sobre él la tensión, focalizando soluciones sobre el síntoma dejando aparte las realidades que provocan el problema.
Es una respuesta accidental, una tentativa de solución, generalmente acciones ejemplarizantes que no hacen sino extender el desierto.No olvidemos que la inteligencia social va asociada a la capacidad para aprender de los errores colectivos. Si el aprendizaje colectivo produce saberes, no podemos permitirnos el lujo del abandono social en pro de la razón individual.
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